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LA TUNDA

  • leonelmoralesn
  • hace 3 días
  • 3 Min. de lectura

Cuando era niño, mi abuelo solía advertirme con voz grave que debía tener cuidado con la tunda al momento de adentrarme en el bosque.

Para entonces éramos una tracalada de nietos traviesos que, con nuestras travesuras incesantes, lo hacíamos hervir de cólera. Apenas logro recordar cómo, desde su viejo y desgastado banco de madera, intentaba alcanzarnos con su viejo bastón en vanos aspavientos, mientras vociferaba con el ceño fruncido y el rostro enrojecido por la rabia: "¡Juete es lo que necesitan, mocosos del demonio!"

Años más tarde, aquellas sabias palabras —desdeñadas en su momento— habrían de regresar a mi memoria como ecos proféticos.


Sucedió durante un mes frío y lluvioso de julio. Tendría unos dieciocho años entonces, y hasta ese momento me dedicaba a las labores del campo en la finca de mis padres. Recuerdo vívidamente que me correspondía ordeñar las vacas todas las mañanas. La finca se hallaba a poco más de una hora de camino: debía atravesar un río y cruzar un bosque espeso hasta llegar a los potreros. Ese día, la lluvia no daba tregua y la neblina arropaba todo a su paso con un manto fantasmal. En tiempos de verano era delicioso caminar bajo la sombra de aquellos árboles imponentes, pero en invierno el lugar se tornaba tenebroso.


Esa mañana atravesé el bosque con cierta tensión, cumplí mi rutina cotidiana de ordeño y emprendí el retorno. Eran aproximadamente las diez de la mañana cuando, con la cantina al hombro, me detuve frente al umbral del bosque oscuro y amenazante. Después de contemplar la espesura con que la caprichosa y densa niebla había envuelto cada ramaje de los árboles, decidí tomar un desvío que tiempo atrás había descubierto. El sendero era empinado y traicionero; a veces tenía que aferrarme a las raíces para poder avanzar. Yo sabía que el esfuerzo valdría la pena: me ahorraría la mitad del tiempo.


Caminé y caminé, y sin explicación alguna, mis piernas comenzaron a flaquear hasta doblegarse, obligándome a caer de rodillas sobre la tierra húmeda. Con esfuerzo me incorporaba para continuar, abriéndome paso entre el enmarañado sendero. Caminé sin descanso hasta que, de pronto, la niebla se desvaneció como por arte de magia. Era como si el bosque se hubiese despejado para mí. Había un brillo intenso en las hojas, semejante al que produce el sol naciente cuando acaricia las gotas del rocío matutino. Una atmósfera de cuento de hadas se alzaba entre los árboles.


En medio del éxtasis que producía aquel ambiente cálido y encantado, caí rendido sobre las raíces nudosas de un gran árbol de ceiba. Intuía que faltaba poco para salir del bosque; según mis cálculos, había caminado apenas media hora. Seguía agitado y mis piernas apenas respondían. Levanté la mirada y descubrí que el camino se bifurcaba en dos senderos: hacia mi derecha, el camino se hacía más amplio y se perdía en la atmósfera reluciente; como invitándome a seguir, hacia mi izquierda, la bruma densa apenas dejaba vislumbrar el obstruido y diminuto camino.


De repente, una sombra desvanecida comenzó a hacerse más evidente por el pequeño y enmarañado camino brumoso. Era mi hermano. Apenas me vio, corrió a levantarme.


—Estábamos preocupados —dijo con voz entrecortada.

—¿Cómo así? ¿Por qué? —respondí desconcertado.

—Saliste ayer a las ocho de la mañana. Todos te estamos buscando.


Yo seguía sin comprender. Según mis cálculos, había caminado apenas una hora, pero era evidente que el tiempo y yo no hablábamos el mismo lenguaje.


—¿Me estás diciendo que pasé la noche en el bosque?

—¿Dónde más?


Al llegar a casa, recordé las palabras de mi abuelo. Era lo único que podía explicar lo que me había sucedido. Perdí la noción del espacio y el tiempo en aquel oscuro y denso bosque; algo o alguien me retuvo, haciéndome dar vueltas en el mismo lugar. No había transcurrido una hora como creía: fueron casi diecisiete horas perdido, extraviado, entundado…


Leonel Morales

 
 
 

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